lunes, 26 de julio de 2010

La institución y su espacio: intersticios para una política de las fisuras

Mónica Cragnolini[i]


Quizás no exista una fuerza aparentemente más suave y delicada que la del agua pero, a la vez, tan potente. El agua posee una de las más claras potencias: la de la persistencia, capacidad que le permite estar presente donde cualquier otra fuerza no podría estarlo. Y esto se le torna posible por su capacidad “móvil” de penetrar por cualquier intersticio. Podemos poner vallas para impedir que otras fuerzas “penetren” en nuestro espacio, pero casi todo lo que hagamos para que el agua no se haga presente, será casi en vano. Porque ningún espacio es tan cerrado y perfecto como para no tener fisuras o intersticios, y aun cuando podemos generar mecanismos para que esas fisuras no parezcan tales, el agua, con su trabajo lento pero constante, volverá a entrar por donde le ha sido impedido.

Todo espacio parece poseer fisuras, y tal vez las necesite para reconfigurarse continuamente. Intentaré analizar qué acontece en ese espacio que es la institución desde algunas inspiraciones nietzscheanas y derridianas, con el objeto de pensar acerca de las posibilidades de una política de las intersticios que, ante el “malestar” por las instituciones, en lugar de plantearse utopías de la resignificación total, se avenga a las posibilidades de un trabajo más paciente y más modesto, pero posiblemente multiplicador y, sobre todo, diseminador de sentidos, más allá de la reproducción de los mismos. Reproducción a la que parece destinada la crítica que se opone desde la pura negatividad, olvidando la importancia de la afirmación.

El espacio de la institución y el peligro del pantano

En la tercera parte de Así Habló Zarathustra, el profeta persa se enfrenta con quien será llamado “el mono de Zarathustra”: un individuo que ha copiado sus gestos y maneras de decir, y que comienza a hablar de la gran ciudad y sus miasmas. La gran ciudad es el “infierno para los pensamientos eramitas”, el lugar en el que el espíritu se ha transformado en juego de palabras, el ámbito en el que se pudren todos los sentimientos, y aquel en el que se venera obsequiosamente al dios de los ejércitos. Y este hombre le recomienda a Zarathustra que se vaya, que escupa a la gran ciudad y la abandone. Sin embargo, Zarathustra lo recrimina: “¿Por qué has habitado durante tanto tiempo en la ciénaga, hasta el punto de que tu mismo tuviste que convertirte en rana y en sapo? ¿No corre también por tus venas una perezosa y espumosa sangre de ciénaga, para haber aprendido a croar y a blasfemar así?” [1]

El que ha vivido demasiado tiempo junto a la ciénaga ha aprendido su lenguaje, porque la “pureza aséptica” del alejamiento no existe, pero este aprendizaje tiene el carácter de lo reactivo y la venganza: “qué fue, pues, lo que te llevó a gruñir? El que nadie te haya adulado bastante: -por eso te pusiste junto a esta inmundicia, para tener motivo de gruñir mucho- , para tener motivo para vengarte mucho!”. En más de un sentido resuena la situación de la crítica que, creyendo ser enemiga de la decadencia, no hace más que ahondarla en la reproducción de sus mecanismos, si bien invertidos de signo.

Repetidas veces aparece en la obra de Nietzsche la referencia a la institución ocupando el lugar de Dios muerto, sea en la figura del estado, sea en la figura de otras instituciones, por esa capacidad de dar respuesta a las mismas preguntas –a las mismas fuerzas- que generaron la necesidad de la creación de la idea divina, y por su poder de producir efectos semejantes. El estado es el dedo de dios mismo, ordenando la vida de los hombres con el mismo rigor que antes lo hacía dios de las religiones monoteístas, pero con un tinte secularizado y un matiz de progreso que la religión impedía. La cuestión es siempre la de la veneración: que el hombre se arrodille ante un dios o ante otra sombra del mismo, es casi indiferente, lo que importa es que un anhelo similar lo obliga a dejar que sus fuerzas sean avasalladas por un supuesto poder trascendente en un hipotético “más allá”, y con capacidad –conferida- de aplanamiento y aplastamiento.

En este sentido, el espacio de la institución no es diferente del de las fuerzas del individuo: la institución no es simplemente poder sojuzgador por sobre el individuo, sino que dicho poder es el resultado, la conjunción, el cruce de los anhelos, deseos y fuerzas de los individuos. El poder concebido como “exterior” al propio-individual no es algo diferente del mismo, sino la particular manera en que se conjugan, en el cruce de las fuerzas, las fuerzas de los que constituyen, en su entrelazamiento, “espacios” institucionales. Por ellos el espacio de la institución no es el “lugar” en el que las fuerzas se reúnen, ni siquiera el “marco” de las mismas: son las fuerzan que generan su propio “espacio” desde su conjunción, son las fuerzas las que se “disponen” generando espacios.

Y así como su imitador le había señalado a Zarathustra que se vaya, la enseñanza de éste es bien distinta: “donde no se puede continuar amando se debe –pasar de largo!”[2] Puede resultar paradójico que Nietzsche, el gran enemigo de las instituciones reproductoras de la idea de dios, hable de “amor” o de la posibilidad de amor a las mismas. Pareciera que la crítica del martillo no deja nada en firme como para construir algo semejante a una institución. Sin embargo, Nietzsche habla de las instituciones en las que se enseñará, entre sus obras, el Zarathustra: ¿serán éstas las instituciones en las que, si se puede amar, es preciso quedarse?

La idea de amor mienta en Niezstche algo muy diferente del aquiescente y compasivo amor cristiano: más que una palmada en la espalda, el amor del que aquí se habla es una ráfaga y una sacudida, una constante tensión entre fuerzas de aprobación y rechazo que mantienen en movimiento –y vivo- lo erótico, entendido como devenir deseante que se configura de maneras diferentes. Las instituciones de la veneración significan el culto a la muerte, el arrodillarse ante la vida cerrada en ataúdes –y vencida- del sueño de Zarathustra, la detención de lo erótico como cristalización anuladora de la corriente de las fuerzas.

Deconstruccionismo e institución

Un filósofo como Derrida, que opone el pensar del filósofo del instante a toda la metafísica de la presencia, ha señalado algunas cuestiones con relación a la temática de las instituciones que, desde mi punto de vista, pueden ser consideradas como perspectivas “nietzscheanas”.

Uno de los reproches habituales con que se enfrenta el descontruccionismo derridiano es el de los que indican que se puede llegar a transformar en sofisticado juego de palabras y viaje intertextual infinito y sin objetivo, alejado de las cuestiones sociales y políticas[3]. Quienes hacen este reproche olvidan que las instituciones “se escriben” y “dicen”, que existe un texto y una voz institucional que legitima la necesidad, el orden y las jerarquías en las mismas. El texto de las instituciones no es muy diverso del texto de la metafísica logocéntrica: el mismo fundamento –arkhé que ordena las categorías ontológicas y ónticas suele regir las acciones de los hombres en el ámbito de lo privado como fundamento moral, y en el ámbito de lo así llamado público como principum-princeps[4]. Deconstruir la metafísica significará, entonces, al mismo tiempo, deconstruir la moral y la política.

Y el texto de la institución, es primero hablado que escrito: la voz del logos es también la voz que habla en la institución, que remite, mediante un lenguaje pretendientemente transparente, al significado, y a un ámbito de representación similar a la conciencia. El relato kafkiano “Ante la Ley”, y la exégesis que del mismo realiza el sacerdote de El Proceso[5] , hacen presentes estos caracteres de la institución y la Voz que la fundamenta, la Ley misma. La Ley, que el campesino infructuosamente intentará ver, está en un espacio cerrado por una puerta vigilada. Ante el edificio de la ley el viajero decide esperar, y lo hará toda la vida, si bien la puerta está abierta y cada tanto puede atisbar algo de lo que en ese espacio ocurre. Son dos los hombres que están “ante la Ley”, y en posiciones enfrentadas: el campesino “mira” hacia la Ley aun cuando no la vea, el guardián está “de espaldas” a la Ley para custodiarla. Existe pues una topografía de la Ley que, encerrada en su espacio de cuidado, accesible sin embargo a todos (puerta abierta), genera posiciones diversas de los hombres. El “ir ante la Ley”, la comparecencia en un juicio, muestra que el hombre siempre está frente a los “representantes” de la Ley, Ley constantemente presente si ser jamás vista de manera directa. Porque si bien existe una puerta de acceso a ella, el hombre no la tras-pasa: debe “prohibirse a sí mismo” la entrada. La ley es entonces el lugar prohibido: a ella no se accede si no es a través de otros, son necesarios mediadores, sacerdotes, representantes. La ley misma no puede ser representada ni penetrada: es el origen de toda significación. No puede ser dicha: ella dice, ella habla, si bien lo hace a través de sus mediadores. Este lugar de la Ley en el espacio de la justicia es ocupado por otras instancias dadoras de sentido en otros ámbitos, de modo tal que toda institución genera su “espacio” en torno a un centro “dicente” y determinante de los lugares de todo lo que forma parte de ese espacio. Que no se sepa demasiado de ese centro es el privilegio que permite la veneración del mismo. Pero para que produzca ese efecto de “no saber” es necesario que el hombre enajene de sí las fuerzas productoras, re-produciendo en su supuesto espacio “exterior” lo que es resultado de ese otro espacio que es su conciencia.

Reconocido este “espacio” de la institución, no es posible plantearse el “por fuera” de la misma: ello se torna tan imposible como el intento de salirse del círculo hermenéutico. Para este “por fuera” valen las críticas de Heidegger a la epoché fenomenológica. Obligados a mantenernos en la facticidad de nuestro Dasein institucional, si se me permite la expresión, y sabiendo que los “más allá” reproducen lo que quieren evadir, en la medida en que intentan olvidar los presupuestos trasladándolos a otros ámbitos, la pregunta ha de ser: ¿cómo se forjan las instituciones en las que, como decía Zarathustra, se puede “amar”?

Un pasaje por la idea de universidad y de nuestro lugar en la misma tal vez pueda decirnos algo en este sentido.

La paradójica situación “institucional” de la filosofía

La universidad actual responde al modelo moderno de institución educativa regida por una Idea de la totalidad de lo enseñable. En ese edificio de la institución universitaria, la cabeza rectora siempre ha estado ocupada por la filosofía. Sin embargo, y paradójicamente, este aparente poder de la filosofía en el ámbito del saber se acompaña habitualmente de la también aparente carencia de poder “fuera” de la universidad. Cuando Kant analiza esta situación en El conflicto de las facultades asigna este papel a la filosofía: puede decir la verdad, pero no debe dictar la ley. Esta distinción se funda en una cierta ingenuidad acerca de la falta de poder presente en el discurso, pretensión que desde Nietzsche ya no puede ser considerada tan asépticamente.

La idea de universidad se basa en el principio de razón suficiente, y no es posible fundar proyecto alguno de Universidad “contra” la razón[6]. Por ello la tarea de Derrida no apunta a una oposición a la razón ni a un irracionalismo, sino a una estrategia de utilización de las mismas armas, como forma de preparación de la transformación de los modos de escritura, de la escena pedagógica. Es necesario un gesto doble: asumir el rigor profesional con todo lo que ello implica desde el punto de vista de la localización del fundamento, pero a la vez aceptar la existencia de “otros” paisajes: el abismo. Existe una suerte de llamado a una responsabilidad (como respuesta) que, teniendo presente la tradición de la universidad postule a la vez lugares múltiples, una tópica diferenciada, un ritmo estratégico que consiste en ver las posibilidades de ese juego de clausura y abismo. Por ello, en lugar de filosofía, se habla de “pensamiento”: “El pensamiento requiere tanto el principio de razón como el más allá del principio de razón, tanto la arkhé como la an-arquía. Entre ambos, diferencia de un hálito o de un acento, sólo la puesta en práctica de dicho pensamiento puede decidir”[7].

En este doble juego (en el que, sin lugar a dudas, está presente la idea de “simulacro”), no se intenta solamente la pluralidad de sentidos, sino la “diseminación”, lo que implica un ir más allá de la apropiación (del sentido) y de la necesidad de la productividad del mismo.

Cuando Nietzsche, en uno de sus primeros escritos y que sólo fue editado póstumamente (por expreso pedido del filósofo), caracteriza a la universidad, lo hace a través de la cuestión de la voz: “una boca que habla, mucho oídos y la mitad de manos que escriben, he aquí el aparato académico exterior, he aquí en actividad la máquina de la cultura de la universidad”[8]. La Universidad se transforma, en esta caracterización, en aparato reproductivo, ahuyentador, entonces, del pensamiento. ¿Qué tendría que ver esta universidad con el pensamiento nietzscheano que, en lugar de arrastrarse con pies pesados, intenta aligerar los conceptos? ¿Qué tendría que ver esta institución con la posibilidad misma del pensar, habida cuenta de la necesidad de la ruptura que permite la creación de conceptos ?

Esta universidad de la sola boca y los oídos muchos, es la institución que instaura el orden de la muerte en el ámbito del pensar, a partir del ajuste de los oídos diversos a la voz única. Para esta universidad, sin lugar a dudas, es necesario el guardián ante la puerta.

Ahora bien, cuándo Zarathustra habla de “otras instituciones”, ¿a qué se refiere? Y en segundo lugar: ¿por qué medios se accede a las mismas, cómo se destruye la estructura de la voz única? ¿Con qué armas?

Nietzsche, que sabía de estrategias deconstructivas, usó básicamente las mismas que el enemigo. Cuando, en la figura del “espíritu libre” pretende destruir los grandes valores de occidente y sobre todo, esa figura de la razón moderna que es la misma que esta Voz única de la cual estamos hablando, su discurso utiliza también argumentos, su discurso se erige, también, desde la racionalidad. Pero con una diferencia fundamental con respecto al enemigo: él no cree ni en el valor último de sus discursos, ni en el poder intrínseco de las armas utilizadas. Las utiliza porque no se puede batir con el enemigo en otro terreno, y además, porque de la utilización exacerbada del discurso del otro podrá mostrar la inutilidad del mismo. De allí la parodia, de allí la risa como último expediente cuando la argumentación ya es inútil, de allí todas las fiestas de asnos. Del mismo modo, la descontrucción del edificio de la metafísica para en Derrida no por un “salirse de los límites” de la misma, sino por una permanencia en ella, aprovechando los elementos posibilitadores de la “implosión”: las fisuras.

Nuestra universidad: espacio y fisuras

La universidad es cada vez más para nosotros el espacio de esterilidad del pensamiento, el ámbito de la evaluación del individuo en torno a grillas y puntajes, la constante medición de cada paper, cada libro, cada seminario, cada título; la reducción del aspecto creador del pensar al número, valor sagrado que todo lo nivela y todo lo “justifica”, símbolo de la “justicia académica” por excelencia en estos tiempos. Las pupilas de la universidad nos miran constantemente, para que cumplamos con los criterios de excelencia que nos permitirán continuar en ella.

Mientras tanto, los que pretenden dedicarse al pensamiento, se preguntan con nostalgia en qué lugar lo habrán perdido. Tal vez, más allá de las nostalgias, el espacio para las instituciones del futuro de las que habla Zarathustra deba forjarse desde el cruce de las fuerzas de la creación y de las fuerzas reproductivas, como tensión nunca resulta de las mismas. Tal vez, más que el planteamiento de utopías de la resignificación total, (que generalmente terminan por establecer un mecanismo más reproductivo de muerte que el anterior) la tarea del pensamiento pase por algo más humilde, más próximo al trabajo que mencionaba al comienzo del agua, más cercano a la “resistencia” que a la trascendencia forjadora de utopías.

Señalé anteriormente que la dimensión del otro está prohibida u ocultada en la institución porque el hombre delega sus fuerzas en un supuesto “aparato” abstracto o impersonal que se alimenta de su propia sangre, en esa suerte de vampirismo del que hablara Nietzsche. La delegación de la propia vida en un “otro” supone la conquista de la muerte por la conquista de la muerte por la conquista de la in-diferencia y del aplanamiento del deseo que, limitándose a la re-producción, se impide la generación de arquitecturas de la diferencia.

Pero no se trata entonces, solamente, de escuchar voces plurales y diversas, sino de atender lo que acontece en el “entre”, en las figuras de la aparente vaciedad de sentido, en los intersticios de las mezclas más que en las conjunciones de las identidades. Se tratan más de diseminar que de multiplicar, de hacer circular las significaciones de “ámbito en ámbito” para que la supuesta centralidad del sentido estalle en direcciones que no siempre se encuentran, y que no siempre llegan a parte alguna. Se trata de una lógica excursiva, que permite actuar al pensamiento en escenas diversas. Se trata de “habitar” las estructuras de la metafísica arrastrándolas hasta el límite, para que muestren sus fisuras. Estas fisuras –del edificio del lenguaje, de las instituciones- están indicando los límites de la reproducción autosustentadora, las vetas de la posible transformación que no quiere simplemente destruir los binarismos para convertirse en una forma monista del pensamiento, ni invertir repitiendo los dualismos.

Re-sistir en el límite tal vez permita continuar, desde las fisuras, la política deconstructiva en las instituciones que, al generar un espacio cerrado reproductivo, impiden la posibilidad “riesgosa” del pensar siempre más cercano al abismo que a la tierra firme.

Cuánto de abismo podamos soportar es, también cuestión del cruce de las fuerzas en ese espacio que llamamos institución.




[i] Este artículo corresponde a mi exposición en la IV Conferencia Internacional de Psicología y Psiquiatría Fenomenológica, 19-21 de octubre de 1998, Buenos Aires. Las Actas de dicha conferencia no han sido publicadas. Mónica Cragnolini es docente de FFYL, UBA – CONICET.


[1] Las obras de FRIEDRICH NIETZSCHE se citan según Sämtliche Werke. Kritische Studienausgabe in 15 Bänden, (KSA), Hrg. von G. COLLI und M. MONTINARI, Berlin, Walter de Gruyter/Deutsche Taschenbuch Velag, 1980. En este caso, Also sprach Zarathustra, KSA 4, “Von Vorübergehen”, p. 223.

[2] NIETZSCHE, op.cit., p.225.

[3] También resulta interesante tener en cuenta las críticas de RORTY, R., Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos. Escritos filosóficos 2, trad. J. Vigil Rubio, Barcelona, Paidós, 1993, esp. P. 145, quien señala que Derrida no genera un nuevo terreno (en relación con la cuestión de la superación de la metafísica) sino que presenta de manera realista “el terreno en el que vivimos acampando desde hace tiempo”. Considero que el intento de Derrida consiste justamente en eso, de modo tal que la crítica de Rorty no haría más que mostrar a qué apunta el descontruccionismo.

[4] Véase SCHURMANN, R., Le principe d´anarchie: Heidegger et la question de l´agir, París, Seuil, 1977.

[5] DERRIDA lo trabaja en “Kafka: ante la Ley”, en La filosofía como institución , trad. A. Azurmendi, Barcelona, Granica, 1984, pp. 94-144.

[6] DERRIDA, J., “Las pupilas de la Universidad. El principio de razón y la idea de Universidad”, trad. De C. de Peretti en Anthropos. Revista de Documentación científica de la cultura, Barcelona, Suplementos, Nº 13, marzo de 1989, pp. 62-75.

[7] DERRIDA, J., “Las pupilas…”, op. cit., p.73

[8] DERRIDA analiza este escrito (Ueber die Zukunft unserer Bildungsanstalten, en KSA 1, pp. 645-733) en “Nietzsche: políticas del nombre propio”, en la filosofía como institución, trad. A. Azurmendi, Barcelona, Granica, 1984, pp.59-92.

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