lunes, 1 de noviembre de 2010

La libertad se llama fuga

Jorge Larrosa[1]

En 1942, Elías Canneti escribió en su cuaderno de notas lo siguiente: “La palabra libertad sirve para expresar una tensión muy importante, quizá la más importante de todas. Uno quiere siempre marcharse, y cuando el lugar al que uno quiere ir no tiene nombre, cuando es indeterminado y no se ven en él fronteras, lo llamamos libertad”. La libertad como deseo de marcharse. Pero marcharse ¿de dónde? y sobre todo ¿de qué? Llamamos libertad al deseo de marcharnos de donde ya estamos, de lo que ya tenemos, de lo que ya somos, al deseo de marcharnos de nosotros mismos. Pero llamamos libertad a ese deseo en tanto que indeterminado, indefinido, sin objeto. Por tanto, queremos marcharnos también de donde queremos estar, de lo que queremos tener o de lo que queremos ser, de todo aquello que pueda estar determinado o nombrado o definido por nuestro querer. La voluntad no está del lado de la voluntad o del proyecto. La libertad no es la voluntad de ser lo que uno es, ni siquiera el proyecto de ser lo que uno quiere ser, sino el deseo de salir de eso que uno es y de eso que uno quiere ser. La libertad se llama fuga. Pero ¿cómo puede ser que en nosotros mismos no encontremos ya libertad sino cautiverio?

Seguramente es Nietzsche el que nos da mejores pistas sobre eso, sobre el yo constituido como esclavitud, como prisión. Nietzsche es el que mejor ha estudiado el proceso en el que nos hemos convertido en amos y en carceleros de nosotros mismos. Según Nietzsche, lo que somos, esos individuos soberanos, autoconcientes, responsables de sus actos y dominadores de sí mismos, esos sujetos sujetados, no es otra cosa que el resultado del largo, violento y cruel trabajo de interiorización de la ley. Nosotros somos lo que somos porque nosotros mismos somos la ley, el juez, el acusado, el fiscal y el abogado defensor, el verdugo y la víctima, el torturador y el torturado. Así se ha configurado la carne misma de nuestra subjetividad. Una vez interiorizada la ley, y una vez interiorizado también el sistema penal y punitivo, el sentimiento de culpa y el remordimiento de conciencia actúan por sí solos. Lo que Nietzsche ha mostrado es el trabajo prehistórico, el teatro de la crueldad, que compone la base misma de la subjetividad que alcanza su plenitud en el ascetismo protestante y en la filosofía kantiana.

Pero ¿es de esa subjetividad protestante y categórica de la que queremos marcharnos? Seguramente ya no. Vivimos tiempos poco dados al ascetismo entendido como negación del goce y poco dados también a cualquier tipo de universalismo. Pero el goce también puede funcionar como imperativo y la ley particular no deja de ser una ley. El discurso del desarrollo humano y de las terapias blandas no es menos narcisistas. También ahora pretendemos ser nosotros mismos, aunque de otro modo. Y de eso también queremos marcharnos. Cada forma de subjetividad tiene su modalidad específica de estar insatisfecha de sí misma, de querer marcharse de sí misma. Es posible que la ley sea constitutiva del sujeto, es posible que la libertad siga teniendo una relación con el sujeto y con la ley, la libertad sigue llamándose fuga



[1] Jorge Larrosa es profesor de Filosofía de la Educación, de la Universidad de Barcelona, España.

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